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Mensaje  Arzoback Sáb Mar 20, 2010 2:43 pm

Hace ya seis años que nos mudamos, habíamos dejado atrás una vida, unos sueños…
Mis recuerdos aunque eran borrosos, eran felices, todo lo malo ocurrido en mi vieja casa parecía haberse disuelto como la sal en un vaso de agua…
De mis amigos ya no recuerdo sus caras, ni sus voces, pero me acuerdo del sentimiento que me producía al estar con ellos, felicidad. La felicidad más simple que existe, la felicidad sin engaños ni mentiras, sin nada que temer, sintiéndote seguro, sin problemas que pudieran romper esa burbuja, pero como ya he dicho es una burbuja qué exploto con el último abrazo de despedida. Los hecho tanto de menos, son lo único que he dejado atrás. La única familia que tengo, se ha venido conmigo y toda la gente que conocí en aquella ciudad, que saludaba al pasar por la calle, ya parecen haberse borrado de mi mente.
Es difícil querer recordar a la gente, lo más triste de todo, es que la gente que yo recuerdo ya no existe, todos hemos cambiado, aquellos niños que yo recuerdo no existen, solo quedan pequeños rastros de nosotros, de cómo éramos en un principio.
Todo parece ir mal, es como estar en un pozo sin fondo, ya lejos de ver la luz. Todo empezó cuando mi abuelo enfermó, ahora nada funciona como debería, todos peleando para que siga lidiando con la muerte, yendo todos los días al hospital a darle nuestra compañía.
Lo vemos día a día apagándose. Veo como se cansa de luchar, veo como se cansan todos de luchar, de esperar..
Saben que no se va a recuperar nunca. Lo ven sufrir y sufren con él y por él; pero al mismo tiempo, están cansados de esperar, de resistir, de no tener más tiempo, más libertad. En su interior esperan y desean que esto termine.
Yo en cambio, cada vez que lo veo me despido de él. No quiero que crea que le odiare si nos deja, quiero que cuando se vaya nos quede esa sensación de cariño.
La gente se coge a lo que puede, a los amigos, a la familia, a la religión, a las drogas…
Este mundo es cruel e injusto. ¿A qué aferrarse?. ¿Al amor?. Que típico.
Pero el amor es un arma de doble filo, que te puede cortar. Tienes que estar dispuesto a asumir esos riesgos. Saber que no es todo tan perfecto. Querer y que te quieran es sencillo y complicado a la vez. Tiene que encajar todo como un puzle para que dos personas lleguen a comprenderse. Y es tan frágil, tan sutil. Crees que estás muy seguro de tu amor y de el de ella, pero nada es seguro en esta vida.
Piensas: ella me mantiene vivo, es mi musa, ella me ayuda a ver el mundo de otra manera, me hace sentir diferente, me hace sentir especial… me ayuda aún cuando no creo necesitarlo, porque ella me conoce y me comprende, daría mi vida por ella, porque ella me ha ayudado a resucitar.
Pero todo puede cambiar en un minuto. Esa mirada que he cruzado con otra chica y que me ha hecho flotar… o cuando ella te dice: Lo siento pero es que….
Y en ese momento toda tu vida da un vuelco, crees morir, crees que tu final ha llegado, hasta que de nuevo una mirada se cruza con la tuya y… ¡Voila! C’est la vie!
Todo esto está en mi cabeza de adolescente, como un rio desenfrenado de emociones, ilusionándome por todo o por nada, dejándome llevar por la corriente mientras lucho contra ella, haciendo una batalla épica contra mí mismo. Mis emociones son una corriente alterna. Suben, bajan, suben… estoy harto.
Quiero luchar por mi sueño, quiero mostrar al mundo mis logros y que los aprecien, quiero encontrar sentido a todo esto. ¿Cuándo estaré seguro de mi?, ¿Cuándo estaré seguro de todo lo que rodea mi vida?.
Y aquí estoy haciendo reflexiones sobre la vida con mi libreta de notas esperando en una fría sala de hospital.
Esperando a que mi abuelo este solo para despedirme.
Mi madre me indica con un gesto que entre en la habitación.
Sale de la habitación y me mira, mientras yo le ofrezco una leve sonrisa, sigue andando dispersándose por el pasillo.
Al entrar en la estancia, mi abuelo me mira fijamente a los ojos. Cuando era pequeño mi abuelo me leía con bastante asiduidad “Alicia en el País de las Maravillas”. Me senté a su lado y empecé a leerle una historia que le había escrito. Era una versión un tanto peculiar del cuento. Mientras la leía se le escapaban sonrisas y pequeñas carcajadas.
Cuando acabó me abrazó, un abrazo fuerte, como si quisiera conservar ese momento, por mi parte le devolví el abrazo. Me volví a despedir. Cogí mi mochila y vi pasar a mi padre que me esperaba delante de la puerta, apoyado en la pared tomando una taza de café.
Cuando nos marchábamos la máquina a la cual mi abuelo estaba conectado dejo de marcar ese sonido característico del latido, para cambiarlo por una pitido constante, invariable. Era el sonido de la muerte.
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